60º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II
El Papa Juan XXIII inauguró oficialmente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962 durante una solemne ceremonia en la Basílica de San Pedro, poniendo en marcha un acontecimiento de 4 años que vería a la Iglesia abrir sus puertas al mundo en un proceso de «actualización» (en italiano «aggiornamento») para la era contemporánea.
El Papa Juan XXIII inauguró el Concilio Vaticano II pronunciando su famoso discurso «Gaudet Mater Ecclesiae«, en el que indicó el objetivo principal del Concilio.
Cerca de 2.500 cardenales, patriarcas y obispos católicos de todo el mundo estuvieron presentes en el Concilio, que duró hasta el 8 de diciembre de 1965.
¡Nos han cambiado la religión!”: así resumió un familiar el resultado del Concilio Vaticano II. Se refería a los cambios litúrgicos que hacían posible, entre otras cosas, la celebración de la Misa en lengua vernácula, la participación activa de los fieles en ella, la introducción de cantos locales, etc. Mi memoria conserva aún ese recuerdo de infancia como la expresión espontánea de lo que significó el Concilio para muchos católicos. Sin duda, el Concilio Vaticano II ha sido un punto de inflexión en la Iglesia, ha marcado un antes y un después en muchos campos. No por gusto se le ha denominado el acontecimiento del siglo XX para la Iglesia Católica.
Uno de los temas mayores en el debate conciliar fue el que se me ha pedido para este breve artículo: el Concilio y el papel de los laicos en la Iglesia. A decir verdad, el mismo título expresa ya una perspectiva conciliar puesto que uno de los frutos del Concilio ha sido precisamente recuperar eclesiológicamente el término “laico”.
Para la Iglesia anterior al Concilio, el pre-Concilio, el laico estaba en una situación receptiva y dependiente. Laico y seglar eran sinónimos que referían a un lugar: el saeculus, el siglo, el mundo profano que, durante todo el siglo XIX y hasta mediados del XX, era percibido como hostil y amenazante para la Iglesia. Los avances científicos, sociales y políticos habían colocado a la Iglesia a la defensiva. Además, dentro de la imperante concepción jerárquica, el laicado constituía la base de la pirámide eclesial. Estaba ahí para ser instruido en la fe, educado, santificado por los clérigos, representantes de lo sagrado.
Hacia los años 30, el laicado comenzó a tomar mayor relevancia. Los Papas Pio XI y Pio XII animaron su acción en el mundo socio-político, al que los clérigos no debían llegar. El medio fundamental fue la Acción Católica. A través de ella, la jerarquía eclesiástica podía influir en las “realidades terrenas”. A ello se le denominó la teoría de la “longa manus”. Los laicos eran la “mano larga” de la jerarquía para los asuntos de la economía, la política, la vida profesional y familiar, todo aquello que constituía el mundo de lo “profano”. Como se puede ver fácilmente, una concepción de esta naturaleza, además de minusvalorar el rol de los laicos era poco respetuosa de lo que el Concilio llamará posteriormente “la autonomía de lo temporal”.
El debate sobre el laicado durante el Concilio se desarrolló a lo largo de varias sesiones. El resultado está en, al menos, tres documentos importantes. En primer lugar, aquel que expresa la nueva relación de la Iglesia en el mundo, la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS). Ella expresa la voluntad del Concilio de abrirse a “los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”. La Iglesia los asume como propios. Ellos son “a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”. La Iglesia se incluye en el mundo. Por ello, la Constitución Pastoral se denominará “la Iglesia en el mundo actual” (“en”: dentro; no “y”: al lado, como lo formulaban los primeros borradores). Este primer párrafo de GS sigue con una frase clásica: “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”. Y concluye con una afirmación de solidaridad y cercanía: “La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1).
Para la Iglesia anterior al Concilio, el laico estaba en una situación receptiva y dependiente.
Este primer párrafo de la GS expresa muy bien el cambio de actitud. La Iglesia ve al mundo con otros ojos, con la mirada del Espíritu. Esta nueva mirada repercute también en el modo de ver al laico. Como bien dijo el teólogo dominico Edward Schillebeeckx la Iglesia sólo pudo revalorizar la misión del laicado cuando fue capaz de mirar al mundo sin miedos ni sospechas.
El cambio de actitud expresa también un cambio de paradigma en la manera en que la Iglesia se concibe a sí misma, un cambio que abre un horizonte de posibilidades imperceptibles en el paradigma anterior. Otro texto conciliar, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (LG), expresará esa nueva conciencia a través del concepto “Pueblo de Dios” (cap. II). Para el Concilio, el punto de partida es la afirmación de aquello que une a todos los fieles cristianos: la Iglesia es “la congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz”, “sacramento visible de esta unidad salvífica” (LG 9). El conjunto del pueblo de Dios es sacerdotal (“consagrados como casa espiritual”; LG 10), todos llamados a la santidad (LG 11) y partícipes del don profético de Cristo (LG 12), con diversidad de carismas (LG 12) pero formando parte del “único pueblo de Dios” llamado a abarcar el mundo entero (LG 13). El documento conciliar no sólo fija su atención en los fieles católicos; señala que la Iglesia tiene vínculos de unión con los cristianos no católicos y con los no cristianos. Se expresa así una conciencia abierta de Iglesia capaz de asumir diversos modos de vinculación y pertenencia en esta “casa espiritual”.
Sólo luego de haber afirmado esta unidad fundamental entre todos los fieles, la LG habla de diversos modos de servicio: el cap. III de la LG está dedicado a la Jerarquía y el IV a los laicos. Al definir a los laicos, el Concilio insiste en su constitución como pueblo de Dios y co-partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo y de la Iglesia (LG 31). Se parte de la unidad de misión, base de la diversidad de carismas (LG 32). Los laicos trabajan ciertamente “en las estructuras humanas”, pero no como prolongación de la Jerarquía sino en razón de su vocación misionera dentro del único pueblo de Dios. Ser laico en la Iglesia es una auténtica vocación y se fundamenta en una sólida espiritualidad.
Hay finalmente un tercer documento, aprobado poco antes de la clausura del Concilio, el decreto sobre el apostolado de los seglares, Apostolicam Actuositatem (AA). Este decreto afirma que el apostolado forma parte de la vocación laical y desarrolla ampliamente en qué consiste. Ha sido, sin duda, el aliciente de los movimientos y asociaciones laicales que hemos visto surgir durante estos 50 años y a los que el Sínodo de Obispos sobre “la nueva evangelización y la transmisión de la fe”, realizado en octubre, agradece, junto con recordarles la necesidad de que mantengan una “plena comunión eclesial”.
El Concilio significó una invitación a toda la Iglesia (jerarquía, laicado, vida consagrada) a vivir su misión de anunciar el Reino de Dios, desde la práctica de Jesús inspirada por el Espíritu. Una auténtica revolución en muchos aspectos. Tal vez por este motivo el post-Concilio ha sido testigo no sólo del aggiornamento al que aspiraban los padres conciliares -fuente de gozo y esperanza para muchos- sino de las diversas tensiones que siguen acompañando la interpretación y aplicación de sus documentos. Su “recepción” serena y gozosa, sigue siendo en muchos puntos, incluido éste, una tarea pendiente.
Prensa: Vatican News